Cuando el sentimiento aflora y el vacío estalla a uno no le queda otra que exiliarse en el olvido, en lo más recóndito del propio ser. Allí donde las lágrimas, como ríos del alma, palian los duros golpes de los entresijos de la vida. De una vida, quizás ingrata, que nunca ha intentado comprenderme. Simplemente mi naturaleza frágil y distante no encaje con el afán de vivir al máximo sin saber a qué vinimos a nacer. Y sí, es cierto, nunca encontraré una respuesta contundente ante la inmensidad de la muerte. Mas no así yo me regocijo con escupir todo de forma escrita puesto que sino estos sentimientos, quizá misántropos, acabarían por decantarme hacia el ostracismo o incluso la soga al cuello. Por eso tengo miedo a que un día me levante y ya no sepa hacer nada, que ni siquiera sepa quién soy.
Para entonces el aliento de la nada ya estará al acecho, a vísperas de la embestida de la muerte. Y uno creerá ser inmortal en los templos del recuerdo, pero al fin y al cabo, caerá tu único bastión, llamado vida; se cortará el último árbol de la faz de la Tierra y los niños dejarán de jugar en el parque. Y como grandes magnates de la mentira haremos creernos que hemos vivido bien, que hemos sido grandes incluso, que nuestro esfuerzo no ha ido en vano y que hemos conseguido vivir una vida bonita. Bonita, a ojos de un cualquiera, que observa la vida desde el caleidoscopio preestablecido; yo observo con ojos, simplemente con ojos.
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