Trabajar de cartero permite inmiscuirse superficialmente en la cotidianidad doméstica de cada hogar que te abre sus puertas. Desde los libros que albergan las estanterías hasta el espesor de la maleza del jardín alimentan mi inofensivo voyeurismo por las vidas ajenas. Intento mantener la complicidad visual con quien me recibe pero mi mirada acaba desviándose sutilmente más allá del rellano para aferrarse a pequeños retazos hogareños que me permitan esbozar la rutina que allí impera. A veces es un simple pasatiempos con el que dar rienda suelta a mis delirios de observador sociológico aburrido de llevar correos certificados, pero alguna vez la realidad es mucho más desoladora e hiriente y lo que en un principio era mera curiosidad acaba convirtiéndose en una pesada losa.
Y me tuvo que pasar hoy, con ese anciano desvalido que con voz entrecortada y jadeante respondía al interfono. La triste estampa de quien, desconfiado ante el mundo exterior, me esperaba con la puerta entreabierta en su lóbrego recibidor era casi tan miserable como la indigencia que se adivinaba en su piso. El hedor de las mierdas de perro con los que convivía se entremezclaba con el suyo propio, probablemente fruto de la incontinencia urinaria y el fallo de esfínter achacado a la vejez. Su rostro estaba surcado por arrugas y eccemas, pero de entre sus ojeras y párpados caídos asomaba una mirada clara y serena que contrastaba con la robustez de esas gafas de culo de vaso que gozaron de buena aceptación décadas atrás, pero que hoy en día estaban asociadas a un cierto patetismo carnavalesco. Pero de patético o carnavalesco allí no había nada, solo un frágil anciano preso de la disonancia entre el mundo actual en el que (¿mal?)vive y en el que vivió antaño. Me hubiese gustado creer que su incapacidad para hacer la firma electrónica se debía a la brecha tecnológica entre su generación y la mía, pero lo cierto era que los temblores del Parkinson se lo impedían, sumado a un Alzheimer avanzado que le hacía preguntar reiteradamente qué debía hacer.
Y como portador de malas noticias epistolares, me he sentido terriblemente desubicado y ruin al tener que entregarle papeleo burocrático de Hacienda a un hombre que, quizá, hace ya tiempo que quiso exiliarse de este mundo.